Y cuando
creíamos que no se podía hacer peor, vamos y lo conseguimos.
Pijamada |
Tendría yo unos nueve años, quizá diez,
por tanto, estoy hablando de mediados de los años setenta, cuando ocurre la
pequeña historia que os voy a relatar. En aquella época no era costumbre, en
barrios como el mío, celebrar la fiesta de cumpleaños habitualmente. Eran
frecuentes las familias numerosas con cinco, ocho y hasta catorce hermanos y
los recursos económicos disponibles hacían sopesar qué gastos eran necesarios y
cuáles prescindibles. Con esa edad recuerdo asistir a la primera fiesta de
cumpleaños de toda mi infancia, que por cierto fue también la última. Mi amigo
Carrión (entonces todos nos llamábamos por nuestro primer apellido) celebraba
su cumpleaños en su casa. Acababa de comprarse la primera televisión en color
del barrio de la que hubiera conocimiento. Yo siempre sospeché que la fiesta
tenía como objetivo secreto presumir de semejante adquisición. Os engañaría si
os dijera que recuerdo que alimentos formaron parte de la merienda de
cumpleaños de aquel día, pero estoy casi seguro que debió consistir en pequeños
bocadillos con diversos rellenos, zumos de frutas recién exprimidos, (todavía
no se vendían los de caja) y con toda seguridad alguna tarta casera o bizcocho
elaborado por la mamá de mi presumido amigo.
Las cosas han cambiado mucho, ahora es
habitual que los niños en edad escolar celebren siempre su fiesta de cumpleaños
invitando a una gran cantidad de niños, que a su vez celebran sus fiestas de
cumpleaños a las que invitan a más niños. Tampoco es raro que un menor celebre
su onomástica varias veces: el viernes en el colegio, el día señalado en casa
con amigos y primos y de un modo más íntimo en casa de la abuela, quien con
toda seguridad tendrá preparado el enésimo regalo para su amado
nietecillo. De hecho, la vida social de nuestros hijos en estas cortas
edades es tremendamente activa y los padres no ganamos para regalo.